domingo, 5 de junio de 2011

Los recuerdos se entrelazan a veces como hebras zarandeadas por el viento en una pradera florida, y la mentira y la verdad juegan al escondite bajo la luz de la luna en callejones sórdidos y perdidos de la ciudad. Si pudiéramos narrar algo sin extrañarlo seguramente hubiéramos encontrado el punto omega, el menos que cero, el Santo Grial, la extensión infinita del universo; pero no, nombramos algo y en seguida pervertimos su significado, la destrozamos como una fina copa bajo un bulldozer. Es nuestra maldición. Vivir atrapados en un mundo de palabras que apenas alcanzan a conocer la realidad absurda a la que intentamos dar sentido narrándola, y por tanto haciéndola tan irreconocible como siempre ha sido la justicia.
Y, sin embargo, qué placer cabalgar a lomos de estas malditas perras negras, qué gozo cogerlas de la mano y acariciarlas y olerles el pelo y follarlas bajo las estrellas; qué dicha si te hablan un día cualquiera, a cualquier hora, y te dicen, bajito, al oído, en un susurro, como en una confidencia de enamorados:
Eras la boina gris y el corazón en calma
En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo
Y las hojas caían en el agua de tu alma.