viernes, 29 de abril de 2011

Fue en otro tiempo, por aquel entonces la Maga tenía la costumbre de fumar tabaco con sabor a vainilla, se acuerda bien porque sus besos eran enredaderas de sabores, explosiones de cohetes en la noche de San Juan, y eso es algo que no se olvida fácilmente. Bagdad ya no era una ciudad de oriente medio, sino una satrapía occidental en tierra infiel, una cuña cancerígena vestida de verde olivo que ya no era el color de la esperanza sino el color del miedo a la muerte. Eso fue antes de que a la Maga le prohibieran fumar, antes del génesis, antes de sus poemas escritos en una pizarra del pabellón de rehabilitación, antes. Era el tiempo en que la Maga tenía la costumbre de colocarle bien el cuello de la camisa y él todavía no tenía marcada en la frente la culpa que le legara Raskolnikov.
Ella sufre en alguna parte. Siempre ha sufrido. Es muy alegre, adora el color azul, la ciencia ficción y su ciudad es Varanasi. Su pájaro es el mirlo, su hora la noche. Eso fue lo que le dijo una echadora de cartas una madrugada en la Rambla cuando preguntó por ella. Y tenía razón, en eso, pero no en lo que vino después y aunque en aquellos momentos se lo hubiera dicho, aunque las predicciones de aquella vieja bruja hubieran llegado a sus oídos en aquel instante, no hubiera podido llegar a creer que aquello fuese verdad.
En todo eso piensa cuando se levanta de la cama, la botella de whisky mediada sobre la mesa de trabajo, el cenicero repleto de colillas, el café con leche tibio. Ha vuelto a tener el mismo sueño y aún no ha podido desprenderse de él, un sueño que se repite en un ciclo interminable, recurrente, que le lleva siempre al mismo sitio, a esa pegajosa sensación de culpabilidad, de sentirse perseguido por algo que quizás hizo pero que no recuerda exactamente. Sí recuerda la sensación del sueño. Le quitó la vida a alguien, eso seguro, pero no le bastó con eso sino que descuartizó su cuerpo y ahora guarda la cabeza y las piernas y los brazos y el tronco en algún lugar, quizás en el congelador, y espera que llamen a la puerta y pregunten por él. Culpabilidad, quizás. Pero es algo más que eso, es haber tirado su vida por la borda igual que aquella mañana, en otra vida, en la que dio la orden de asaltar Srebrenica y arrasarla a sangre y fuego. Quemar las naves, volar los puentes, el punto de no retorno donde aunque se convirtiera en la madre Teresa de Calcuta, en un santo laico, ni dios ni los hombres ni él mismo perdonarían nunca sus actos.

jueves, 28 de abril de 2011

El principio. El principio fue el verbo, pero nadie se acuerda ya, y menos él. El principio es una categoría metafísica en el que alguna vez pudo estar asentado su ser, antes de Srebrenica o de Sarajevo, cuando aún había posibilidades de elegir, sobretodo de elegir ser otro, quizás una persona decente y no un canalla, o mejor, un piel roja ajeno al mundo civilizado cabalgando hacia el ocaso infinito y la utopía de una vida mejor, como en aquel texto de Kafka que leyó una vez en su juventud, tan añorada hoy: “si uno pudiera ser un piel roja siempre alerta, cabalgando sobre un caballo veloz, a través del viento, constantemente sacudido sobre la tierra estremecida, hasta arrojar las espuelas porque no hacen falta espuelas, hasta arrojar las riendas porque no hacen falta riendas, y apenas viera ante sí que el campo era una pradera rasa, habrían desaparecido las crines y la cabeza del caballo”. Desaparecer. Esa es la palabra. Desaparecer y esconderse en un barrio cualquiera de su ciudad de siempre, imaginando que esa ciudad tampoco es la suya, que la suya desapareció consigo y que es mejor así. Pero a veces todo parece normal, basta el sol bañando las descascarilladas fachadas amarillas y blancas de su patio de vecinos, una mirada cruzada en la calle, una ráfaga de aire que le invade los pulmones como un tiro trayendo ecos de un pasado real o inventado o evocado, basta apenas un momento caduco de dicha, un leve temblor de esperanza. A veces todo parece normal, aunque no lo es. Y lo sabe porque su nombre no es suyo, sino de otro, otro que a lo mejor no es quien quiso ser pero es mejor que él mismo, que ese hombre que se esconde fingiendo ser otro. Palabras huecas, quizás. Dragan Dabic lo sabe, no tiene esperanza que las palabras le devuelvan lo que perdió, no cree, como Celaya, que la poesía sea un arma cargada de futuro y se contenta con que la poesía, el arma de las palabras, sea la tabla de salvación del náufrago.