lunes, 14 de noviembre de 2011

Le hablaba constantemente de los hoplitas, los míticos guerreros espartanos que habían pasado a la historia por su coraje y por todo aquello del paso de las Termópilas, le explicaba historias repletas de valor y furia, de heroísmo y arrojo inconsciente, y sus palabras eran un mar sucio y triste que envolvía aquella habitación de la planta nueve como un manto de esperanza en medio de la batalla irremediablemente perdida. La realidad, pensaba, es una construcción. Por tanto las mentiras podían también ser la realidad, la que ellos quisieran que fuera, y en ella cabían planes de futuro y viajes y promesas de dejar el tabaco y renuncias a la literatura maldita. Pero los ojos de ella ya no tenían el brillo de la última noche y miraban sin reconocer, pues eran como estrellas incandescentes en la cúpula de la noche oscura, guías y faros entre las tinieblas, y allí, presos, se apagaban como si les faltara el sentido de la existencia, como si fueran radares inutilizados por explosiones nucleares.
La última noche ¿acaso se acordaba?. Le había prometido no seguir viviendo en el pasado, y, sin embargo, allí estaba el Día de San Valentín y los regalos mojados por la lluvia y el sexo y las novelas que habían leído juntos y la Ciudad del Viento y el Templo de Karni Mata. Mal asunto. Apartar todo aquello como hojarasca y centrarse entre aquellas cuatro paredes de color verde de aquel edificio tenebroso con olor a desinfectante y a enfermedad. La muerte espiando celosa por las esquinas mientras él, ahogado en un dolor que le recorría la columna vertebral y anidaba en su pecho y estallaba como una bomba H en todo su ser, le leía unos versos del libro de Neruda que reposaba en la mesilla de noche, al lado de los medicamentos: en mi cielo al crepúsculo eres como una nube, y tu color y forma son como yo los quiero, eres mía, eres mía, mujer de labios dulces, y viven en tu vida mis infinitos sueños.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Estaban sentados en el Peine del Viento, en el extremo de la bahía, y se había acabado la noche y el día amanecía sucio y bello y él pensaba en unos versos de Peri Rossi mientras fumaban el último a medias y la anfetamina les mantenía alertas y tristes y excitados. Se miraban a los ojos sin verse, las pupilas dilatadas. Se buscaban las manos y él se fijaba en la expresión tan seria que ponía la Maga cuando fumaba, apenas tocando el cigarrillo con los labios finos y temblorosos. Era placentero estar así, pensó un momento, un domingo por la mañana cualquiera en una ciudad que no era la suya, sintiendo vértigo y viéndola fumar. Sin nada que hacer. Sólo estar allí, juntos, sin lugar donde volver. Y luego recorrerían la ciudad y caminarían a zancadas por los bulevares y se volverían locos de contentos y se cogerían las manos frías y sudadas y les daría igual que cayeran gobiernos o estallaran revoluciones o las hipotecas a plazo fijo subieran el tipo de interés. Nada de eso tendría importancia, nada de eso podría interponerse entre el viento de aquella ciudad del norte y la felicidad, que les hacía cosquillas en la nuca como un soplo del averno.

viernes, 22 de julio de 2011

¿Tienes algo de The Jesus and Mary Chain?, le preguntó una noche, quizá hace ya muchos años: bebían bourbon porque a ella no le gustaba la cerveza y fumaban Golden Acapulco porque era lo único que ella podía fumar desde que decidió no perseguir también a Cesárea Tinajero por los desiertos de Sonora. Llovía. Estaban tan terriblemente borrachos y asustados y alegres que todo les daba igual. Él hizo sonar Dirty Water, y Save Me y, por supuesto, Just Like Honey. Y ella sonreía y se abalanzaba sobre él y le comía a besos, mientras él, como en un presentimiento, palpaba los mapas futuros que dibujarían cráteres y abismos sobre su piel , y sonaba it´s good, so good, it´s so good, so good, walking back to you is the hardest thing that i can do, that i can do for you, for you.

domingo, 5 de junio de 2011

Los recuerdos se entrelazan a veces como hebras zarandeadas por el viento en una pradera florida, y la mentira y la verdad juegan al escondite bajo la luz de la luna en callejones sórdidos y perdidos de la ciudad. Si pudiéramos narrar algo sin extrañarlo seguramente hubiéramos encontrado el punto omega, el menos que cero, el Santo Grial, la extensión infinita del universo; pero no, nombramos algo y en seguida pervertimos su significado, la destrozamos como una fina copa bajo un bulldozer. Es nuestra maldición. Vivir atrapados en un mundo de palabras que apenas alcanzan a conocer la realidad absurda a la que intentamos dar sentido narrándola, y por tanto haciéndola tan irreconocible como siempre ha sido la justicia.
Y, sin embargo, qué placer cabalgar a lomos de estas malditas perras negras, qué gozo cogerlas de la mano y acariciarlas y olerles el pelo y follarlas bajo las estrellas; qué dicha si te hablan un día cualquiera, a cualquier hora, y te dicen, bajito, al oído, en un susurro, como en una confidencia de enamorados:
Eras la boina gris y el corazón en calma
En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo
Y las hojas caían en el agua de tu alma.

sábado, 14 de mayo de 2011

Podía sentarse durante horas, días o meses en su mesa de trabajo, engullendo whisky barato, escuchando canciones tristes, escribiendo cosas guarras y poemas postpoéticos, pero nada cambiaría. Sin embargo, había leído lo suficiente a Zizek para saber que la interpasividad era lo opuesto a la interactividad, y que por lo tanto, su pasividad podía ser también un acto de rebeldía en sí misma. Un lío, vamos. Pero tenía que darle sentido a todo aquello, al whisky barato y a las canciones tristes, sobretodo. El resto era la enfermedad que lo enfebrecía, como un delirio a medianoche, llamadme Ismael y vamos a por la gran ballena blanca y esas cosas que te susurran al oído las sibilinas perras negras.
Y puesto que nada cambiaría, que no volvería a citarse con la Maga en los hoteles del amor de la calle del Tigre, en pleno Tokio, puesto que no volvería a recomendarle libros de John Reed ni panfletos situacionistas, puesto que aquella tristeza pegajosa y parasitaria se había convertido en su amiga, su amante, su esposa; le parecía que la teoría de la inacción le venía como anillo al dedo. Si no podía tener a la Maga como la había tenido algunas noches de desolación y alegría riendo furiosos por las calles, andando del brazo de prostitutas de saldo, bañándose desnudos en las playas de la Ciudad del Viento, entonces abandonaba, abandonaba el realismo visceral y el Club de la Serpiente y todos los lugares comunes en los que solían residir; y se instalaba para siempre en su mesa de trabajo, engullendo whisky barato, escuchando canciones tristes, escribiendo cosas guarras y poemas postpoéticos

viernes, 13 de mayo de 2011

Ella le dijo que aquello que él hacía era postpoesía (quizás por el apropiacionismo y el reciclaje al que era tan dado, quizás por el presente continuo o la fragmentación de sus textos), pero aunque hubiera sabido lo que significaba esto, siempre se hubiera negado a considerarse nada más que un juntador de palabras, uno no muy bueno además, un patético aprendiz de brujo que intenta hacer aparecer un conejo de la chistera y sólo consigue desesperación y lágrimas. Al fin y al cabo, palabras.

Las palabras, esas malditas perras negras. ¿Pueden acaso explicar la sensación en los labios al besar sus cicatrices, pueden dotar al mundo de significado, hacerlo pleno, entendible, cognoscible, acaso real?¿Pueden las palabras dar sentido a la muerte, a la enfermedad, a la soledad que lo impregna todo como un rocío maligno en un amanecer postnuclear? Es una lástima el tiempo que se pierde trenzándolas, acariciándolas, mimándolas como si fueran el kaláshnikov que te salvará la vida en la última batalla. Esas malditas perras negras. ¿Pueden ellas, puercas traidoras, abarcar el significado concreto del cielo, de una calle mojada por la lluvia, de un whisky de madrugada o del color del cabello de la Maga reflejándose en el agua estancada del río? Pueden decir, sí, la noche está estrellada quién la desestrellará o vientos del pueblo me llevan, vientos del pueblo me arrastran o vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo, o también cerca de las piedras sin jugo y los insectos vacíos no veré el duelo del sol con las criaturas en carne viva. Todas esas cosas. Literatura. Dulce, confusa y terrible enfermedad, la de ellos.

lunes, 9 de mayo de 2011

Jamás he visto una mañana tan hermosa y cruel, dijo. Su silueta desnuda se recortaba frágil contra el amanecer sucio al otro lado de la ventana. Un sol como de apocalipsis dibujaba mariposas en su piel blanca. Fumaba un cigarrillo tras otro.
Él aún seguía tumbado en la cama, las sábanas revueltas con olor a sueño y a batalla, con manchas de semen y de sangre y de sudor y de todos los fluidos corporales imaginables.
Pon un disco de Daniel Johnston,dijo. Quiero escuchar su voz enloquecida e infantil.
Él se levantó, el pene colgando flácido, dibujos de flores y de calaveras tatuados en su cuerpo. Rebuscó en la pila de discos: Brian Wilson, Kurt Cobain, joder, esto parece la banda sonora del manicomio de Mondragón. Su voz le sonó como si no le perteneciera. Ella le miró a penas, sus ojos escondidos en la maraña roja de su pelo que le caía desordenado en el rostro triste y anhelante.
¿Cómo te sentirías sin todo esto?
¿Quieres decir sin ti?
El mundo era extraño, podían estallar guerras y revoluciones y motines, y nada importaría. Pero la quimera de su cuerpo blanco y desnudo, eso sí que importaba, al menos durante un rato, durante el momento que duraban los besos y la saliva y el coito, un momento fugaz, una milésima de segundo en el latido del universo, y sin embargo allí estaba la urdimbre, el mundo, al otro lado de la ventana, bajo ese sol de amanecer en una ciudad remota, en algún punto geográfico del vasto planeta de los hombres. Daniel Johnston cantaba ahora: I love that girl so much, I can´t get enough of her love, crazy love.... y le pareció que no había nada más que decir.

domingo, 1 de mayo de 2011

Dios había muerto. El hombre había muerto. Y él no se encontraba tampoco muy bien. Habían estado fumando Golden Acapulco toda la tarde con los pies enterrados en la arena y los ojos fijos en la linea del horizonte y en el agua, que no era azul sino de un color que se asemejaba a sus pensamientos. El sol caía ya cobrizo como el cabello de la Maga, que era vino y sangre, ocaso y plenitud, ondeando en el aire como la bandera de ese país al que siempre había querido pertenecer. Habían hablado, de los hoteles del amor de Tokio, de Cortazar y Bolaño, de Essaouira y Pushkar, de Guy Debord y el realismo visceral y en un momento de debilidad hasta se había atrevido a susurrarle al oído unos versos que decían retoza conmigo sobre la hierba, quita el freno de tu garganta, no quiero palabras, ni música, ni rimas, no quiero costumbres ni discursos, ni aún los mejores, sólo quiero la calma, el arrullo de tu velada voz.
La vida pasaba
¿y quién sabe?
mirado retrospectivamente puede ser que aquello fuera la imagen más nítida que llegara a tener nunca de la felicidad de los hombres: una playa, Golden Acapulco, la Maga y unos versos recitados como una salmodia al Altísimo.

viernes, 29 de abril de 2011

Fue en otro tiempo, por aquel entonces la Maga tenía la costumbre de fumar tabaco con sabor a vainilla, se acuerda bien porque sus besos eran enredaderas de sabores, explosiones de cohetes en la noche de San Juan, y eso es algo que no se olvida fácilmente. Bagdad ya no era una ciudad de oriente medio, sino una satrapía occidental en tierra infiel, una cuña cancerígena vestida de verde olivo que ya no era el color de la esperanza sino el color del miedo a la muerte. Eso fue antes de que a la Maga le prohibieran fumar, antes del génesis, antes de sus poemas escritos en una pizarra del pabellón de rehabilitación, antes. Era el tiempo en que la Maga tenía la costumbre de colocarle bien el cuello de la camisa y él todavía no tenía marcada en la frente la culpa que le legara Raskolnikov.
Ella sufre en alguna parte. Siempre ha sufrido. Es muy alegre, adora el color azul, la ciencia ficción y su ciudad es Varanasi. Su pájaro es el mirlo, su hora la noche. Eso fue lo que le dijo una echadora de cartas una madrugada en la Rambla cuando preguntó por ella. Y tenía razón, en eso, pero no en lo que vino después y aunque en aquellos momentos se lo hubiera dicho, aunque las predicciones de aquella vieja bruja hubieran llegado a sus oídos en aquel instante, no hubiera podido llegar a creer que aquello fuese verdad.
En todo eso piensa cuando se levanta de la cama, la botella de whisky mediada sobre la mesa de trabajo, el cenicero repleto de colillas, el café con leche tibio. Ha vuelto a tener el mismo sueño y aún no ha podido desprenderse de él, un sueño que se repite en un ciclo interminable, recurrente, que le lleva siempre al mismo sitio, a esa pegajosa sensación de culpabilidad, de sentirse perseguido por algo que quizás hizo pero que no recuerda exactamente. Sí recuerda la sensación del sueño. Le quitó la vida a alguien, eso seguro, pero no le bastó con eso sino que descuartizó su cuerpo y ahora guarda la cabeza y las piernas y los brazos y el tronco en algún lugar, quizás en el congelador, y espera que llamen a la puerta y pregunten por él. Culpabilidad, quizás. Pero es algo más que eso, es haber tirado su vida por la borda igual que aquella mañana, en otra vida, en la que dio la orden de asaltar Srebrenica y arrasarla a sangre y fuego. Quemar las naves, volar los puentes, el punto de no retorno donde aunque se convirtiera en la madre Teresa de Calcuta, en un santo laico, ni dios ni los hombres ni él mismo perdonarían nunca sus actos.

jueves, 28 de abril de 2011

El principio. El principio fue el verbo, pero nadie se acuerda ya, y menos él. El principio es una categoría metafísica en el que alguna vez pudo estar asentado su ser, antes de Srebrenica o de Sarajevo, cuando aún había posibilidades de elegir, sobretodo de elegir ser otro, quizás una persona decente y no un canalla, o mejor, un piel roja ajeno al mundo civilizado cabalgando hacia el ocaso infinito y la utopía de una vida mejor, como en aquel texto de Kafka que leyó una vez en su juventud, tan añorada hoy: “si uno pudiera ser un piel roja siempre alerta, cabalgando sobre un caballo veloz, a través del viento, constantemente sacudido sobre la tierra estremecida, hasta arrojar las espuelas porque no hacen falta espuelas, hasta arrojar las riendas porque no hacen falta riendas, y apenas viera ante sí que el campo era una pradera rasa, habrían desaparecido las crines y la cabeza del caballo”. Desaparecer. Esa es la palabra. Desaparecer y esconderse en un barrio cualquiera de su ciudad de siempre, imaginando que esa ciudad tampoco es la suya, que la suya desapareció consigo y que es mejor así. Pero a veces todo parece normal, basta el sol bañando las descascarilladas fachadas amarillas y blancas de su patio de vecinos, una mirada cruzada en la calle, una ráfaga de aire que le invade los pulmones como un tiro trayendo ecos de un pasado real o inventado o evocado, basta apenas un momento caduco de dicha, un leve temblor de esperanza. A veces todo parece normal, aunque no lo es. Y lo sabe porque su nombre no es suyo, sino de otro, otro que a lo mejor no es quien quiso ser pero es mejor que él mismo, que ese hombre que se esconde fingiendo ser otro. Palabras huecas, quizás. Dragan Dabic lo sabe, no tiene esperanza que las palabras le devuelvan lo que perdió, no cree, como Celaya, que la poesía sea un arma cargada de futuro y se contenta con que la poesía, el arma de las palabras, sea la tabla de salvación del náufrago.