sábado, 14 de mayo de 2011

Podía sentarse durante horas, días o meses en su mesa de trabajo, engullendo whisky barato, escuchando canciones tristes, escribiendo cosas guarras y poemas postpoéticos, pero nada cambiaría. Sin embargo, había leído lo suficiente a Zizek para saber que la interpasividad era lo opuesto a la interactividad, y que por lo tanto, su pasividad podía ser también un acto de rebeldía en sí misma. Un lío, vamos. Pero tenía que darle sentido a todo aquello, al whisky barato y a las canciones tristes, sobretodo. El resto era la enfermedad que lo enfebrecía, como un delirio a medianoche, llamadme Ismael y vamos a por la gran ballena blanca y esas cosas que te susurran al oído las sibilinas perras negras.
Y puesto que nada cambiaría, que no volvería a citarse con la Maga en los hoteles del amor de la calle del Tigre, en pleno Tokio, puesto que no volvería a recomendarle libros de John Reed ni panfletos situacionistas, puesto que aquella tristeza pegajosa y parasitaria se había convertido en su amiga, su amante, su esposa; le parecía que la teoría de la inacción le venía como anillo al dedo. Si no podía tener a la Maga como la había tenido algunas noches de desolación y alegría riendo furiosos por las calles, andando del brazo de prostitutas de saldo, bañándose desnudos en las playas de la Ciudad del Viento, entonces abandonaba, abandonaba el realismo visceral y el Club de la Serpiente y todos los lugares comunes en los que solían residir; y se instalaba para siempre en su mesa de trabajo, engullendo whisky barato, escuchando canciones tristes, escribiendo cosas guarras y poemas postpoéticos

1 comentario:

  1. no sé si será la maldición de las perras negras o el whisky barato o su combinación pero tus escritos enganchan (¿será la tristeza pegajosa?) así que sigue dándole a los resquicios de entre tus recuerdos y la ficción
    :)

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