domingo, 1 de mayo de 2011

Dios había muerto. El hombre había muerto. Y él no se encontraba tampoco muy bien. Habían estado fumando Golden Acapulco toda la tarde con los pies enterrados en la arena y los ojos fijos en la linea del horizonte y en el agua, que no era azul sino de un color que se asemejaba a sus pensamientos. El sol caía ya cobrizo como el cabello de la Maga, que era vino y sangre, ocaso y plenitud, ondeando en el aire como la bandera de ese país al que siempre había querido pertenecer. Habían hablado, de los hoteles del amor de Tokio, de Cortazar y Bolaño, de Essaouira y Pushkar, de Guy Debord y el realismo visceral y en un momento de debilidad hasta se había atrevido a susurrarle al oído unos versos que decían retoza conmigo sobre la hierba, quita el freno de tu garganta, no quiero palabras, ni música, ni rimas, no quiero costumbres ni discursos, ni aún los mejores, sólo quiero la calma, el arrullo de tu velada voz.
La vida pasaba
¿y quién sabe?
mirado retrospectivamente puede ser que aquello fuera la imagen más nítida que llegara a tener nunca de la felicidad de los hombres: una playa, Golden Acapulco, la Maga y unos versos recitados como una salmodia al Altísimo.

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