viernes, 13 de mayo de 2011

Ella le dijo que aquello que él hacía era postpoesía (quizás por el apropiacionismo y el reciclaje al que era tan dado, quizás por el presente continuo o la fragmentación de sus textos), pero aunque hubiera sabido lo que significaba esto, siempre se hubiera negado a considerarse nada más que un juntador de palabras, uno no muy bueno además, un patético aprendiz de brujo que intenta hacer aparecer un conejo de la chistera y sólo consigue desesperación y lágrimas. Al fin y al cabo, palabras.

Las palabras, esas malditas perras negras. ¿Pueden acaso explicar la sensación en los labios al besar sus cicatrices, pueden dotar al mundo de significado, hacerlo pleno, entendible, cognoscible, acaso real?¿Pueden las palabras dar sentido a la muerte, a la enfermedad, a la soledad que lo impregna todo como un rocío maligno en un amanecer postnuclear? Es una lástima el tiempo que se pierde trenzándolas, acariciándolas, mimándolas como si fueran el kaláshnikov que te salvará la vida en la última batalla. Esas malditas perras negras. ¿Pueden ellas, puercas traidoras, abarcar el significado concreto del cielo, de una calle mojada por la lluvia, de un whisky de madrugada o del color del cabello de la Maga reflejándose en el agua estancada del río? Pueden decir, sí, la noche está estrellada quién la desestrellará o vientos del pueblo me llevan, vientos del pueblo me arrastran o vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo, o también cerca de las piedras sin jugo y los insectos vacíos no veré el duelo del sol con las criaturas en carne viva. Todas esas cosas. Literatura. Dulce, confusa y terrible enfermedad, la de ellos.

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