sábado, 12 de noviembre de 2011

Estaban sentados en el Peine del Viento, en el extremo de la bahía, y se había acabado la noche y el día amanecía sucio y bello y él pensaba en unos versos de Peri Rossi mientras fumaban el último a medias y la anfetamina les mantenía alertas y tristes y excitados. Se miraban a los ojos sin verse, las pupilas dilatadas. Se buscaban las manos y él se fijaba en la expresión tan seria que ponía la Maga cuando fumaba, apenas tocando el cigarrillo con los labios finos y temblorosos. Era placentero estar así, pensó un momento, un domingo por la mañana cualquiera en una ciudad que no era la suya, sintiendo vértigo y viéndola fumar. Sin nada que hacer. Sólo estar allí, juntos, sin lugar donde volver. Y luego recorrerían la ciudad y caminarían a zancadas por los bulevares y se volverían locos de contentos y se cogerían las manos frías y sudadas y les daría igual que cayeran gobiernos o estallaran revoluciones o las hipotecas a plazo fijo subieran el tipo de interés. Nada de eso tendría importancia, nada de eso podría interponerse entre el viento de aquella ciudad del norte y la felicidad, que les hacía cosquillas en la nuca como un soplo del averno.

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