jueves, 28 de abril de 2011

El principio. El principio fue el verbo, pero nadie se acuerda ya, y menos él. El principio es una categoría metafísica en el que alguna vez pudo estar asentado su ser, antes de Srebrenica o de Sarajevo, cuando aún había posibilidades de elegir, sobretodo de elegir ser otro, quizás una persona decente y no un canalla, o mejor, un piel roja ajeno al mundo civilizado cabalgando hacia el ocaso infinito y la utopía de una vida mejor, como en aquel texto de Kafka que leyó una vez en su juventud, tan añorada hoy: “si uno pudiera ser un piel roja siempre alerta, cabalgando sobre un caballo veloz, a través del viento, constantemente sacudido sobre la tierra estremecida, hasta arrojar las espuelas porque no hacen falta espuelas, hasta arrojar las riendas porque no hacen falta riendas, y apenas viera ante sí que el campo era una pradera rasa, habrían desaparecido las crines y la cabeza del caballo”. Desaparecer. Esa es la palabra. Desaparecer y esconderse en un barrio cualquiera de su ciudad de siempre, imaginando que esa ciudad tampoco es la suya, que la suya desapareció consigo y que es mejor así. Pero a veces todo parece normal, basta el sol bañando las descascarilladas fachadas amarillas y blancas de su patio de vecinos, una mirada cruzada en la calle, una ráfaga de aire que le invade los pulmones como un tiro trayendo ecos de un pasado real o inventado o evocado, basta apenas un momento caduco de dicha, un leve temblor de esperanza. A veces todo parece normal, aunque no lo es. Y lo sabe porque su nombre no es suyo, sino de otro, otro que a lo mejor no es quien quiso ser pero es mejor que él mismo, que ese hombre que se esconde fingiendo ser otro. Palabras huecas, quizás. Dragan Dabic lo sabe, no tiene esperanza que las palabras le devuelvan lo que perdió, no cree, como Celaya, que la poesía sea un arma cargada de futuro y se contenta con que la poesía, el arma de las palabras, sea la tabla de salvación del náufrago.

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